Cautivo de amor (XXII)

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No la has de ver en todos los días de tu vida. (DQ, II 73)

Don Quijote y yo volvíamos a casa. Él para cumplir su destino de morir cuerdo después de haber vivido loco, yo para enfrentarme al mío, inquietante por lo desconocido.

No le culpo a Cervantes por habernos devuelto a Don Quijote a un estado de cordura en el que no le habíamos visto jamás. Tanta cordura, yo tengo ya juicio libre y claro, (DQ, II 74), que le lleva a renegar de sí mismo, a declarar que ese loco maravilloso que hemos seguido durante tantas páginas y aventuras era, en realidad, un impostor. Que el auténtico Alonso Quijano, el humilde hidalgo de ese pueblo sin nombre, quiere entregar su alma a Dios limpia y libre de esas chifladuras caballerescas que le envenenaron el celebro.

Dulcinea – Dibujo a lápiz de Pedro Sacristán

Yo, en aquel entonces, no lo comprendí. Sentí un rechazo visceral por tal renuncia y durante años consideré que no había tal muerte de Don Quijote sino sólo, como yo entonces, camino de regreso. Ese final impostado era como una caricatura carnavalesca, útil para seducir a un público inquieto que habría seguido con cierta aprehensión las enloquecidas razones del caballero contra su sociedad y su tiempo. Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, (DQ, II, 74). Pero a mí lo que me dejaba desarbolado, indefenso, era pensar que, después de haber penado tanto, Alonso Quijano también renunciaba a Dulcinea.

¡Ay! –respondió Sancho llorando-. No se me muera vuestra merced… Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea desencantada… (DQ, II 74).

-Señores- dijo don Quijote-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano. (DQ, II 74).

A pesar de la bien intencionada añagaza de Sancho, Alonso Quijano no responde al estímulo de Dulcinea.

Dulcinea había sido el motor impecable, señorial y saludable más allá de toda discusión. Al final resultaba ser el elemento esencial que define al caballero andante. Incluso cuando Don Quijote habla de las pastoras de quienes hemos de ser amantes, aclara poco después que la suya es una pastora fingida, porque él ya tiene la suya a quien no hace falta cambiar el nombre. En cualquier caso llegó a parecerme que las pastoras no eran sino la vida misma a la orilla del camino, y que en realidad no había tanta contradicción en compartirlas con su amada virgen inmóvil. ¿El puro, extenso e imperecedero amor de un loco soñador dejaba de tener sentido en aquel viejo hidalgo manchego? No parecía creíble.

¡Niño!, tráeme el agua de limón. ¡Niño!, el cojín, que se me ha caído. ¡Niño!, que es la hora de las pastillas. ¡Niño!… Tardé dos días en llamar a Violeta. No se preocupe. Le enviaré una persona de toda confianza.

Agosto se extendía delante de mí con un vacío de amigos en esa ciudad secreta y enrabietada, en ese poblachón manchego que era Madrid entonces y que por obra de la diáspora estival se convertía en un espacio humano y benévolo al que yo, cautivo de doña Angustias, a duras penas podía asomarme.

Dos días después de mi llamada sonó el timbre. ¡Niño!, ¿no has oído que llaman a la puerta?

Hola. Soy Violeta, la hija de Violeta.

Un metro setenta y cinco, dieciocho años, me dijo, ojos negros, piel canela. Un vestido blanco de algodón le ceñía el cuerpo de joven gacela, unos tirantes cruzados dejaban los hombros al aire, y unas sandalias de piel, blancas, parecía todo su atuendo. Nada de bolsos, ni siquiera un monedero o billetera y sólo unos discretos aros de plata como pendientes.

El interrogatorio –casting, dirían hoy los periódicos- de doña Angustias fue brutal, pero inmediatamente vi que la corriente pasaba. La joven Violeta tendría 18 años como me había dicho, pero saber, lo que se dice saber, sabía de todo. Y lo confirmó. No se preocupe, doña Angustias, mi mamá me ha enseñado a hacer de todo.

En la despedida sucedió algo extraño. Violeta se acercó a mi madre y ésta la abrazó y acarició durante unos instantes que me parecieron interminables. Le entregué unas llaves y la acompañé a la puerta.

Al volver a la habitación los comentarios no se hicieron esperar: Pero, ¿has visto que lista? ¡Y qué ojos, madre! ¿Y la piel, qué me dices de la piel? Piel fina y carne prieta, como los buenos limones. ¡Y vaya tipazo! Sí, mamá. Pero, oye, que tú de faldas no entiendes nada. Ten cuidado que ya sabes que las que no están acostumbradas a bragas, las costuras les hacen llagas…

No pude dormir tratando de desentrañar aquel refrán, oído por vez primera, que me pareció, sin entenderlo del todo, absolutamente clasista con un claro deje de racismo. Era una versión abreviada del casticismo más rancio del que doña Angustias era una muy cualificada representante. También en eso se parecía Sancho.

Desde la llegada de la joven Violeta me cambió la vida. Pasaba horas enteras en casa con mi madre, sin parar de hablar, mi madre, y a mí me quedaba tiempo libre para hacer mis escapadas y sobre todo para bucear en el misterio del amor renegado a Dulcinea.

Señor, señor, apareció Violeta una mañana en mi habitación. Me han dado esto en portería. Viene recomendada y parece importante.

Sobre del Ministerio de Asuntos Exteriores. Abro y despliego el folio bien armado de encabezamientos, referencias y firmas. Bla, bla,… esta Dirección General tiene a bien informarle que su solicitud para ocupar el puesto vacante de la Oficina Cultural de la Embajada de España en Argel, ha sido aceptada. Rogamos…

Me pasé todo el día contemplando la carta en vez de lanzarme al Ministerio a toda velocidad. Me iba a ir a la ciudad donde Cervantes estuvo cautivo cinco años. Cervantes aprendió en Argel lo que ninguna universidad de su tiempo le podía haber enseñado, me acordé que decía Márquez Villanueva en alguno de sus escritos.

Justo al caer la tarde, cuando las sombras se apoderaban de mi cuarto y mi inacción, tuve un presentimiento: en Argel encontrarás tu Dulcinea.

Toc, toc…, sí pase. No, le quería decir que me voy ya. Su madre se ha dormido como un angelito. Pero, pero… le quería decir también si quiere…, si quiere que le haga un masaje como el que le hizo mi madre.

Arturo Lorenzo Milán, julio de 2017.

PD: Lector amantísimo, dice Cervantes en el prólogo del Persiles, libro póstumo de D. Miguel, del que se celebra este año el cuarto centenario de su publicación y al que en realidad deberíamos haber dedicado nuestros esfuerzos de lecturas y comentarios. Pero dado que siempre andamos como sometidos por la magia del Quijote tendremos que dejarlo para más adelante.

De momento, amable lector, estas líneas son sólo para informarte de que esta serie de XXII artículos en mi sección del blog Don Quijote paso a paso, que gobierna con mano de hierro nuestro buen manager Jean Claude Fonder, es en realidad una serie de XXIII artículos, porque el primero de todos, donde se inicia esta historia de desmemoria juvenil, es el que lleva por título Amor y Lujuria en Don Quijote, publicado en mayo de 2016. No creo que ningún amable lector tenga intención de leerse los XXIII artículos seguidos, pero nunca se sabe…