22 enero, 2018

Como era de temer se nos ha pasado el año del Persiles sin pena ni gloria. Mejor dicho, con mucha pena y poca o ninguna gloria. Era de esperar que, después de dos años de celebraciones en torno a Cervantes con motivo del cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote (2015) y de su muerte (2016), el cuarto centenario de la publicación de su libro póstumo, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicado en 1617 por su viuda, Doña Catalina de Salazar, concitase poco entusiasmo, incluso entre las autoridades administrativas, tan proclives ellas a las efemérides. Pero de ahí a que no hayamos tenido la menor noticia hay un trecho tan enorme que no se justifica nada más que por razones del valor que la crítica, el mundo académico y la sociedad en general, atribuyen a la obra póstuma del genio. Un valor, o ausencia de él, que radica en gran parte en el desconocimiento de la obra y en otra gran medida, qué duda cabe, en el deslumbramiento que provoca, más que la obra en sí misma, la fama del Quijote. A ello cabría añadir, en otro comentario, que incluso el Quijote tiene mucha fama y poca lectura. Pero, como dicen los castizos, esto es harina de otro costal.
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