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Arturo Lorenzo, Caballero Andante, Cautivo de amor, Cervantes, D. Miguel, D. Quijote, Don Quijote
Isa sufría desde los catorce años el asedio de los hombres. No era cuestión de preguntarle por los que había resistido o consentido, pero Cervantes sí nos dice que, al primer asedio, Dorotea sucumbe. Los cervantistas de hoy, llevados por la pasión “doroteica”, la absuelven de toda culpa, como también, curiosamente, absuelven a don Fernando. El amor apasionado lo justifica todo. No hay violación y sí un ligero gusto primero y luego un total consentimiento. De todas maneras esto, en el S. XVI, por muchas “razones enamoradas” que hubiera de por medio, era una afrenta en toda regla para Dorotea y su familia. Cervantes, que no Don Quijote, enamorado de Dorotea, la salva, utilizando como palanca de salvación los muchos dones con los que sigue adornando a la gentil princesita Micomicona.
El largo discurso de Dorotea, más bien representación teatral, para recuperar a don Fernando me llevó varios días con sus noches. La inacción hospitalaria me brindaba la ocasión perfecta para engolfarme en aquel inútil devaneo mío de querer averiguar a través de los libros, uno sólo en este caso, la esencial realidad del origen, forma y sentido del amor total.
El encuentro en la venta de Dorotea y don Fernando es de sobra conocido pero merece la pena que nos entretengamos en él. El encuentro, en sí mismo, es una pequeña obra maestra de teatro de quien había sido ya, muchos años antes, un autor de éxito. Cervantes pone en juego a los actores en el escenario perfecto, por incongruente y disparatado, del patio de la venta, la misma en la que Don Quijote había sido armado caballero. Asistamos a las enamoradas razones de Dorotea.
Yo soy… a quien tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la alteza de poder llamarse tuya; soy… la que abrió las puertas de su recato y te entregó las llaves de su libertad (¿aún hay alguien que hable de violación?)… Tú quisiste que fuese tuya, y quisístelo de manera que aunque ahora quisieras que no lo sea no será posible que tú dejes de ser mío… Tú sabes bien de la manera que me entregué a toda tu voluntad (¿violación?)… Y si no me quieres por la que soy, que soy tu verdadera y legítima esposa, quiéreme a lo menos y admíteme por tu esclava; que como yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. (DQ I 36).
¡Uf, qué entrega total, qué belleza de razones enamoradas! ¿No hay un claro paralelismo entre esta entrega de Dorotea a don Fernando y la de Don Quijote a Dulcinea? Claro que sí, me decía yo. Con una pequeña diferencia: el cuerpo. Lo que en Don Quijote es castidad absoluta, lo que le hace, junto con sus empresas caballerescas, merecedor de Dulcinea, en Dorotea es pasión que debe ser correspondida, legalmente incluso, por don Fernando.
Pero si a alguien le suena raro eso de ofrecerse como esclava, no tiene más que seguir leyendo para descubrir la fuerza ideológica y social que se esconde tras las arrebatadas, y discretas, palabras de Dorotea: Y si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía, considera que pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en las ilustres decendencias, cuanto más que la verdadera nobleza consiste en la virtud, y si esta a ti te falta negándote lo que tan justamente me debes, yo quedaré con más ventajas de noble que las que tú tienes. (DQ I 36).
En la luz sin luz nocturna del hospital, leía sin aliento, bebía sin nsaciarme, las palabras sangrantes de amor y destructoras de barreras sociales de Dorotea. Le dice que ha jurado y tiene que cumplir su juramento. Le dice que está dispuesta a ser su esclava, de amor, claro. Le recuerda que si tiene miedo a perder su nobleza por mezclar su sangre noble con la plebeya, que las mujeres no transmiten sangre ilustre a sus descendientes, son los varones. Le advierte de que, en todo caso, la verdadera nobleza está en la virtud y que si él no cumple su palabra ella quedará con más ventajas de noble que las que tú tienes.
A continuación le recuerda a don Fernando, quieras o no yo soy tu esposa, que puso por testigo al mismo cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que prometías. Y por si le parece poca o débil argumentación, le queda la conciencia: … tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho y turbando tus mejores gustos y contentos. (DQ I 36).
Pues a estas enamoradas razones, don Fernando responde como lo que es, un niño bien, pusilánime segundón de rancia estirpe, sin más oficio que su sangre y su espada: Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para negar tantas verdades juntas. (DQ I 36). Luego se redimirá apoyando a Don Quijote en sus locuras, pero su primera reacción es echar mano a la espada y encarar a Cardenio que tiene en sus brazos a Luscinda. De nuevo será Dorotea quien adquiera el papel de lo que es, la protagonista: se echó a sus pies le abrazó por las rodillas y sin dejar de sollozar continúa su razonada representación: ¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mío, en este tan inesperado trance? Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea está en brazos de su marido… Por quien Dios es te ruego y por quien tú eres te suplico… que con quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan sin impedimento tuyo todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele, y en esto mostrarás… que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito. (DQ I 36).
Yo, ante una mujer así, me habría desmayado. Cervantes, cuatrocientos años antes me la deja escrita. Aparte de todos los dones con que ya nos la había descrito, aquí la hemos visto hablar y actuar de forma convincente para recuperar su honra y al caballero que se la había arrebatado consentidamente. Yo no daba dos duros por ese matrimonio visto el comportamiento pueril y caprichoso de don Fernando, pero la mujer que me había dibujado D. Miguel me parecía perfecta, así que concebí una gran idea.
Niño, que se te ha caído el libro. Dña. Angustias tenía la virtud de despertarse siempre que yo estaba a punto de conocer el verdadero secreto del amor total. Tendría que esperar la luz sin luz de otra noche.
Arturo Lorenzo
Milán, diciembre de 2016.