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Arturo Lorenzo, Auristela, ángeles de carne, Cervantes, Constanza, D. Miguel, Feliz Flora, figuras del cielo, Isabela Castrucho, Luca, Lucca, Persiles, RAE, Ruperta
… mis amorosos pensamientos son los demonios que me atormentan.
Isabela Catrucho
En realidad, Perisles/Periandro en Luca pinta bien poco. Allí quienes mandan e importan, como en tantas otras páginas de Cervantes, son las mujeres, y en especial Isabela Castrucho, la dama hispanoitaliana, supuestamente enferma, loca o endemoniada, rodeada por esos cuatro ángeles de carne que son Auristela, Constanza, Ruperta y Feliz Flora, figuras del cielo.
Siendo éste un episodio relativamente breve (libro III, capts. 20 y 21) es de una belleza y complejidad digna de admiración. Como siempre, animo al lector a una primera inmersión desnudo, sin atalajes, porque Cervantes se entiende muy bien, por lo menos en esa primera lectura de neófito. Las interpretaciones y su compleja red de significados vienen después.
En resumen muy resumido, la historia es la siguiente: Isabela Castrucho nace en España de familia noble originaria de Capua (Campania). Su tío, a quien es entregada tras la prematura muerte de sus padres, sirve al rey de España en la Corte regia. Pero cuando alcanza la desmesurada edad de 16 años, su tío decide volver al Reino de Nápoles donde le prepara un matrimonio de conveniencia para que la herencia quede en familia. Pero la jovencísima, bella y rica heredera, en unos oficios religiosos, se enciende en amores por un joven, también italiano, Andrea, también noble aunque algo menos opulento, originario de Luca. Isabela, sin parar en mientes ni en reparos sociales, le declara su amor por escrito al joven Andrea Marulo quien, por supuesto, se declara rendido a su vez. Se prometen amor eterno, y quizá algo más como luego se verá, pero tienen que afrontar la cruda realidad de que él va camino de Salamanca a proseguir estudios y ella, arrastrada por la fatalidad, debe volver a Capua donde le espera un desconocido pretendiente que ella no quiere. Entonces con esa fuerza e inteligencia natural con que Cervantes viste a sus heroínas, Isabela urde una trama perfecta: escribe a Andrea pidiéndole que se apresure porque ella, al llegar a Luca, se hará la enferma/poseída por el demonio y se demorará lo suficiente para que él llegue a tiempo y puedan contraer matrimonio. Y todo sucede como la heroína lo ha previsto. Colorín colorado…
Ahora lo importante es ver cómo Cervantes presenta este folletín y cuál podría ser su significado.
Persiles y su escuadra ya se han encontrado con Isabela a la salida de la cueva de Soldino, pero, velada por un antifaz verde como iba, no podrían identificarla. Es aquí, en Luca, ciudad que eligen los peregrinos apartándose del camino directo a Roma que pasa por Florencia, donde coinciden con Isabela en el mismo mesón. La huésped mesonera advierte a las damas que van a ver en su mesón un espectáculo digno de ser admirado desde cien leguas. Se encuentran a Isabela atada de manos a la cabecera de una cama en una habitación con dos enfermeras que quieren atarle también las piernas que el lector puede «ver», porque así lo desea el narrador, que ha aprovechado ese momento para advertirnos de la belleza, juventud, alcurnia y riqueza de la joven dama. ¿Nadie ha visto aquí un cuadro de alto contenido erótico contemplado por cuatro ángeles de carne?
Previamente ya nos había informado el narrador por boca del médico que la atiende en charla con la patrona que la joven estaba loca, endemoniada o, según él mismo, las dos cosas. Quizá le queda otra opción al médico que no nos va a desvelar.
Un poco al estilo camarote de los hermanos Marx, como a Cervantes le gusta hacer y ya nos mostró en la genial escena del camaranchón de Maritornes, por la habitación, antes de quedarse a solas con losángeles de carne, pasarán el tío, los dos curas atentos al demonio, la patrona más las dos enfermeras asistiendo a los inteligentes desvaríos de Isabela con los que logra convencer a todos los oyentes para que la dejen a solas con los cuatro ángeles. Una vez libre de las ataduras y a solas, les pide que se sienten junto a ella en la cama para narrarles la historia que brevemente hemos resumido más arriba. Cervantes llama a este ramillete de bellezas, en una composición plástica digna de la mejor pintura del barroco y llena de múltiples significados, hermoso montón. Así pues, las cuatro peregrinas, admiradas de la historia de Isabela, se confabulan con ella para convencer a todos de la imposibilidad de moverla porque verdaderamente el demonio habita en su cuerpo, pues el amor hace parecer endemoniados a los amantes, aunque esto, por supuesto, no lo declaren.
Reaparece el médico con el padre de Andrea, Juan Bautista Marulo e Isabela se regodea, haciéndose más la endemoniada, en decir cosas sorprendentes de su hijo al padre: …tiene un hijo más hermoso que santo, y menos estudiante que galán…Ante ésta y otras aparentes insensateces bien colocadas el padre pregunta cómo conoció a su hijo, y la respuesta no es en los oficios eclesiásticos dentro del recinto sagrado: No fue sino en Illescas…, cogiendo guindas la mañana de S. Juan, al tiempo que alboreaba; mas si va a decir verdad, que es milagro que yo lo diga, siempre le veo y siempre le tengo en el alma.
Hasta para el lector menos avisado esta declaración no puede suponer sino un salto cualitativo en las relaciones amorosas de los jóvenes amantes bien impregnadas de connotaciones sexuales. La inmensa mayoría de los críticos, de momento, sigue sin interpretarlo así, aunque ya Lozano-Renieblas declara en sus notas el innegable sentido erótico de semejante confesión. Pero la acción no se detiene. Sólo ha servido el discurso para convencer a los asistentes del estado demoníaco de Isabela y para dar tiempo a Andrea a aparecer por la puerta. Le anuncia el tío y se felicita de que con su presencia saldrá el demonio de Isabela.
En una escena teatralizada por los amantes, delante de todos y simulando expulsar al demonio, se las arreglan para darse la mano y jurarse como esposos, fórmula aceptada por la iglesia y la sociedad hasta el Concilio de Trento. Escribe Cervantes y pone en boca de Isabela: Tú dices bien, señor Andrea…; y sin que aquí intervengan trazas, máquinas ni embelecos, dame esa mano de esposo y recíbeme por tuya. El tío se resiste a tal burla y pregunta si el casamiento es verdad o burla e Isabela responde: …verdad…, porque ni Andrea Marulo está loco ni yo endemoniada. Tras una conversación cruzada de incertidumbres los dos curas presentes confirman la validez del matrimonio. Visto y oído lo cual al pobre tío le sobrevino un mortal parasismo.
A los dos días van a la iglesia a enterrar al tío, a formalizar el casamiento ellos y a bautizar a un niño hermano de Andrea (¿?) del que nunca se había hablado. La primera sospecha para el lector menos avisado es evidente: ¿Qué pasaría aquella noche de S. Juan en Illescas?
Y así se acaba la abrupta historia de Isabela y Andrea que le sirve a Cervantes para, como en tantas otras ocasiones a lo largo de su obra, escribir sobre el empoderamiento de la mujer (como se diría hoy), que es quien toma la iniciativa y urde la trama para llevarla con coraje incansable al último término, y plantear algo de mucha más difícil comprensión para el lector moderno, como es la validez de los sacramentos, en este caso el matrimonio. ¿Son válidas las fórmulas tradicionales que desde la edad media vienen usándose y han sido aceptadas por la sociedad, darse la mano con testigos, o bien debe seguirse el ritual aprobado en Trento con la insoslayable presencia de un ministro de la Iglesia? Y además, este pequeño diferendo oculta otros muchos por los que los eruditos como Carlos Romero Muñoz o Michael Nërlich adoptan posturas e interpretaciones radicalmente enfrentadas, no sólo sobre el Persiles sino sobre el conjunto de la obra y pensamiento de Cervantes.
Deberíamos dedicar otro capítulo a todo esto.
Arturo Lorenzo
Madrid, junio de 2018