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2016.Cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Acostumbrados como estamos a celebrar los obituarios, no tendremos más remedio que asistir al rosario de manifestaciones que se organizarán en torno al tema. Aunque todos apuntan ya al retraso, desconcierto y desorganización actuales, cuando acabe el año quizá saquemos alguna conclusión o resultado feliz, pero ahora nos toca pedir humildemente a los cielos –con políticos interpuestos- que todas estas manifestaciones, o por lo menos alguna de ellas, contribuyan a promover lectura y conocimiento de la obra de un autor cuya dimensión y reconocimiento mundial está a la altura de Shakespeare y de todos los grandes clásicos.

Nosotros, desde estas modestas páginas virtuales, seguiremos acercándonos a aspectos concretos de su obra cumbre sobre la que ya se ha dicho todo y de todo, pero ya saben ustedes que los humanos somos esos raros animales que reiteradamente tropezamos en la misma piedra.

Cuando viajo solo, como D. Quijote en su primera salida, dejo que resuene en mi cerebro, como una letanía laica, el párrafo inicial del Quijote, con la magia de su cadencia, con el regusto de sus significados móviles e imprecisos que, sin embargo, dan como resultado una pintura realista. Algo así como si partiendo de la contemplación de un simple boceto fuéramos capaces de proyectar en nuestra mente, de forma anticipada, el estado final de un complejo cuadro realista e incluso costumbrista, pero igualmente surreal y romántico.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

Este comienzo, con su celaje de ambigüedad, que diría F. M. Villanueva, sabe, tiene, un perfume inequívocamente oriental, como toda la estructura del Quijote. Los árabes, en su conjunto, admiran al Quijote porque está muy próximo a la manera de componer de la tradición oral, e incluso escrita, del mundo islámico y oriental en general.

En esta sola frase, si a Cervantes le hubiese dado por componer poéticas tal vez lo habría dicho, se resume una teoría que podría haber hecho escuela entre las poéticas de la época: la indeterminación como principio literario. O sea, crea ese celaje de ambigüedad que otorga al lector, o incluso al oyente, el privilegio de ir dando forma precisa al boceto que le entrega el autor. Nada que ver con las teorías literarias de la época.

Carente de todo aparato crítico preparado al efecto, con las solas fuerzas del regusto por ese fenómeno misterioso, extraño y cotidiano que es lo literario, me atrevo a adentrarme en la magia de las palabras por ver si fuera capaz de descubrir el secreto que, una vez reunidas y ordenadas, las hace inmortales.

En un lugar… Nadie diríamos hoy “He estado en un lugar de Soria que se llama Rello”. Diríamos “He estado en un pueblo de Soria que…”

Sin embargo en época de Cervantes, lugar equivalía a población pequeña, menor que villa y mayor que aldea.

Hoy, el tiempo nos ha favorecido y ha jugado en la línea intencional de Cervantes. Lugar es mucho más vago que pueblo, suena a sitio o paraje, a una porción de terreno en un espacio mayor. Pero aun suponiendo que el tiempo no hubiera variado el significado prioritario de lugar y pudiéramos directamente interpretarlo como pueblo, no se trataría de un pueblo determinado, sino simplemente de uno, de un pueblo, lo cual quiere decir, a mi modo de ver, dos cosas: o a Cervantes le daba igual el pueblo que fuese porque en el fondo todos eran similares y no tenía mayor relevancia que fuera uno u otro, o Cervantes parte de una intencionalidad literaria que ya no va a abandonar nunca: instalarse en esa ambigüedad o indeterminación que supone, desde luego, una actitud literaria, y posiblemente filosófica, precisa. Pero también es muy posible que, además, se trate de una técnica para jugar con libertad a la defensiva: “No, no, eso no lo digo yo, el autor. Eso lo dice un ente de ficción, que además, como usted sabe, no lo he inventado yo, sino que es obra de Cidi Hamete que, por si no lo sabía, cuenta una historia…, verdadera. Yo transcribo”.

Ya hemos escrito en anteriores entregas que no es posible entender el Quijote si no se es consciente del ambiente intelectual postridentino en la Europa del Sur que le toca vivir. Es decir, ambiente irrespirable desde el punto de vista de la libertad de pensamiento. Cervantes se defiende de toda afirmación que le hiciera sospechoso de laxitud o heterodoxia mediante la retórica de planos narrativos interpuestos. Se difumina como autor. Como difumina el territorio.

Por lo tanto, Cervantes empieza su gran novela poniéndonos prácticamente desde la primera palabra en tierra de nadie, para que nadie le diga cosas precisas de una tierra que él difumina.

Pero no para ahí la cosa, ni mucho menos. Puestos a difuminar su lugar, Cervantes lo sitúa en el no lugar. No se molesta en ponerlo cerca de las cortes o ciudades famosas de la época para que los lectores tengan una referencia espacial concreta. No. Cervantes se adelanta varios siglos a Paul Éluard y se inventa aquello de que hay otros mundos pero están en éste. No puede haber otro “lugar” más próximo, más central, más desconocido, más mágico que La Mancha, que a la sazón, él conocía de memoria.

Como con todas las cosas que no se sabe bien de dónde proceden, en España se dice que La Mancha, me refiero al nombre, claro, procede del tiempo de los moros y que significa tierra sin agua o tierra alta y seca de espartales. Preciosas definiciones, por cierto. O sea, significa desierto, y como tal un “lugar” que apenas sirve para otra cosa que para atravesar, aunque los más avisados van descubriendo, poco a poco, en ventas y caminos, que un desierto es el “lugar” más poblado del mundo donde gracias a su despoblación suceden las cosas más extraordinarias que ya hubiesen querido propiciar las remotas tierras de las que hablaban los libros de caballería.

No sé yo si La Mancha existiría sin el Quijote. Sí sé que gracias a él es posiblemente el topónimo más universal que exista. Y con todo y con eso, Cervantes nos coloca a su héroe en un lugar de un lugar que cualquiera estaría tentado de decir que no existe. O sea que es un lugar meramente literario.

Sí, así se hace la lengua, poniendo o quitando nombres a las cosas.

Arturo Lorenzo

Milán, febrero de 2016.