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Estas cosas escribe Cervantes. Escribe exactamente que la pluma es la lengua del alma. ¿Qué nos quiere decir con ello? ¿Que no basta con hablar? ¿Qué lo que le hace realmente superior al hombre es la lengua… escrita? ¿Que el habla comunica, informa, advierte, ordena pero no crea pensamiento organizado? ¿Que sólo al transformar el habla en escritura se conforma verdaderamente eso que llamamos lengua?

Don Miguel dio sobradas muestras de no querer ser un teórico en nada, pero fue soltando píldoras de todos los colores y sobre todas las cosas, así que no parece disparatado pensar que Cervantes, como profesional que se hizo, con ímprobo esfuerzo, de la lengua, considerase que sólo la escritura, “la pluma”, da a la lengua el sentido cerrado, justo y preciso que se espera de ella.

Nadie conserva la voz de Marco Aurelio, por ejemplo, pero sus escritos están al alcance de cualquiera, en cualquier lengua. Y sus escritos son interpretados y reinterpretados cada vez que un nuevo lector se pone delante de ellos. Pero los libros de Marco Aurelio, y de todos los escritores de la Antigüedad, habían sido, durante siglos, un bien escaso manejado sólo por quienes controlaban otro bien igualmente escaso: el poder.

gutenberg_imprentaPero Cervantes es un hombre moderno. O mejor, Cervantes vive ya en la Edad Moderna, cuyo rasgo distintivo en el ámbito cultural y social, guerras y descubrimientos aparte, es uno muy sencillo: la imprenta. La imprenta, ese artefacto mecánico que ahora observamos con cierta reverencia en los museos de lo antiguo, trajo, a la atribulada Europa de entonces, las bases de lo que hoy consideramos nuestro ADN: la democracia.

Los sociólogos y los historiadores han estudiado muy bien y con detalle lo que supuso aquella aparente modesta revolución técnica: un hombre cualquiera, si había tenido la fortuna de aprender a leer, podía hacerse con un libro, para su mayor ilustración o para su simple entretenimiento. El éxito del Quijote, sus traducciones e impresiones en todo Occidente y su difusión en América, sólo se puede entender a la luz del nuevo sistema de reproducción técnica. Había cambiado la técnica y también, con ella, la sociedad. El poder establecido, por más empeño que ponga, ya no controla los libros y las ediciones piratas o de libros prohibidos se suceden por doquier.

Cervantes sabe de estas cosas. Por los pocos datos que conocemos de su vida y lo mucho que deja dicho en sus escritos, sabemos que Cervantes es un hombre de su tiempo, un hombre que sabe de qué va el mundo. Y no se le escapa una.

Dice que la pluma es la lengua del alma. Es decir, dice que hay que escribir bien porque ¿qué se le va a pedir al alma sino la suma perfección? Y la suma perfección del alma sólo se consigue con la lengua de la pluma. Es decir, de nuevo, Cervantes reconoce implícitamente que hay que ser un profesional y que sólo los buenos profesionales serán consagrados por el público, ¡atentos!, ya no es el poder, o sólo el poder, ahora es también el público.

Cervantes sabía de qué hablaba porque había tenido dos sonoros fracasos, si no ante el público, sí ante sí mismo: como poeta y como dramaturgo. La poesía venía consagrada desde la Antigüedad y la comedia la estaba inventando su vecino Lope. Como poeta, desde luego, él mismo lo reconoce, apenas podemos salvar hoy un que otro verso suyo. Como dramaturgo, al lado de su vecino y la pléyade de autores de la época, Don Miguel no tuvo más remedio que retirarse por mucho que hoy se intente revisar y rescatar su teatro. No le quedaba más que inventarse otro camino. Y eso es lo que hizo: inventó la novela.

No tenemos ni idea de cómo se las arregló, pero en los quince años que vagabundeó por la España profunda en oficios miserables, “tenía otras cosas en qué ocuparme”, nos dice por todo indicio, le debió dar tiempo a reflexionar y a escribir, porque cuando vuelve a Madrid parece que ya tiene la armadura de su primer Quijote y un buen saco de escritos que se transformarán en geniales novelas cortas sobre la España de su tiempo. El caso es que este permanente aprendiz de escritor sale a finales de 1604 a la calle con un libro, en prosa, que revolucionará el mundo de la escritura y que, de forma gradual pero indefectible, hará oscilar el interés de los lectores de la poesía a la prosa, proceso que culminará con la novelística del S. XIX.

Así es que Cervantes hace de la prosa, con la pluma, lengua de alma. No lo había podido hacer con la poesía ni con el teatro, que también era poesía. Había otros mejores. Pero, amigo, ¿en qué venta o con qué arriero se le cruzarían los cables? Cervantes quería ser el primero de la clase. Eso está claro porque lo confiesa tantas veces como para no tomárselo a chufla. Pero, si soy inútil para la poesía, esto lo arreglo yo en prosa, se debió de decir frente a alguna bombona de ese vino áspero que le gustaba libar en compañía de tahúres y zagalas.

¡Y vaya si lo hizo! “En un lugar de La Mancha…” Y de ahí salió todo.

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Ahora, Cervantes no era tonto y sabía que lo que tenía entre manos no sólo tenía que estar bien escrito, como los versos dramáticos de sus adversarios. Desde luego había ya una notable tradición de literatura en prosa en lengua castellana, que él conocía bien, claro. Desde la obras de creación a los ensayos, desde El Lazarillo hasta Luis Vives, pero nadie había dado el salto de producir en la mejor lengua, en prosa, la mejor historia, en prosa.

¿Qué quería el público? Historias de caballerías. ¿Qué necesitaba el público? Historias pero con seso. Y para eso está él.

Te voy a dar la mejor historia con la mejor lengua. La lengua es precisa, cincelada, clara, indiscutible: la mejor. La historia son todas las historias. Te vas a reír, seguro. Pero también vas a llorar. Y te enamorarás, pero no sólo de Dulcinea. Y sabrás lo que es la locura de un cuerdo y la cordura de un loco. Y liberarás galeotes o reventarás pellejos. O acompañarás a Sancho en Barataria y aprenderás lo que es el poder y su contrario. Y acabarás la historia y querrás que recomience.

Mi pluma es la lengua de mi alma. La que dice con las mejores palabras las mejores historias. Ése es Cervantes.

Arturo Lorenzo

Milán, diciembre de 2015